sábado, 22 de enero de 2011

El Latín al Senado


EN uno de los artículos que conforman ese oráculo del periodismo reflexivo que lleva por título «Ni venta, ni alquilaje», Jiménez Lozano refiere un episodio que ni hecho de encargo se ajustaría más al vocinglero disparate que los nacionalistas y el PSOE han perpetrado esta semana en el Senado. Esto fue que un buen día, en tiempos de León XIII, el misacantano embajador de España presentó credenciales ante la Santa Sede haciendo honor al idioma en el que le parió su madre. Avanzada la audiencia, el Papa, inquieto al advertir que no entendía ni palabra, interrogó sobre el particular al diplomático:
—Parla l'italiano il signor ambasciatore?
—No.
—Parla il francese?
—No.
—Parla l'inglese?
—No.
—Parla il tedesco?
—No.
—Ma ché parla il signor ambasciatore?
Alguien, entonces, comunicó al Pontífice que todo el intríngulis del caso se reducía a que «el signor ambasciatore» hablaba en extremeño cerradísimo, que era, y sigue siendo, un modo muy legítimo de interpretar el castellano. No obstante, en aquella época, menos atrabiliaria que la nuestra, menos mostrenca y menos fatua, los conflictos lingüísticos podían solventarse utilizando un procedimiento virtuoso, cabal y razonable. Sin gastarse la hijuela en artilugios y sin lastrar las cuentas públicas con un tropel de truchimanes. Lo cual, que la entrevista se prosiguió en latín y la partida, como quien dice, quedó en tablas.
Siglo y pico después de aquel suceso (al que cabe aplicarle, con absoluta propiedad, el eximente clásico: «se non è vero», a fe que «è ben trovato») al senador Monago le han puesto en la picota por atreverse a reivindicar el extremeño durante la bacanal lingüística de la Camarilla Alta. Le han llamado bufón, dinamitero, rancio... Han oficiado de inquisidores memos, de chimpancés gramáticos, han tachado de herejes a los discrepantes, han gesticulado tanto que, hoy por hoy, el clan del pinganillo es un pingajo. Y es que, en definitiva, a los parlamentarios cumple el dictaminar la ley, pero la parla va por libre y a su aire. Sin aceptar cumplidos oficiosos ni atender a dictados co-oficiales.
Lo irrefutable, al cabo, es que el extremeño-extremo (si la casta patricia se pule la pasta en «gadgets» no vamos a ahorrar nosotros en paronomasias) reivindicado justamente por el senador Monago no es sino la pátina que ha adquirido el latín en uno de los parajes de lo que «in illo tempore» fue Hispania. Con matices distintos, aunque no distantes, la misma metamorfosis se verificó en Gerona, en Sargadelos, en Madrid, en Burriana, en Salamanca, en Formentor, en Cártama o en Villarreal de los Infantes. O en París («parla il francese il signor ambasciatore?»), o, por supuesto, en Roma («Mamma Roma»), etapa inicial del gran viaje. Siendo así, ¿por qué regla de tres sus señorías no recitan a Ovidio en vez de alumbrar chorradas? ¿Por no incomodar a Anasagasti? Pues que practique el griego y se solventa el menoscabo.
Devolviendo al latín su condición de «lingua franca», quizás el guirigay no remitiese pero los disparates no cantarían tanto. Anteayer, «verbi gratia», una representante eximia del somatén mediático disparataba a bocajarro en «La Vanguardia». La patriota, pobre, tremolava de rabia porque el espectro infame de Agustina de Aragón se cernía de nuevo sobre la Arcadia catalana. ¿Agustina de Aragón? Agustina Raimunda Saragossa i Doménech, nacida en Barcelona, para servir a Dios y a España. Ignorancia en estéreo, «bestieses» por duplicado.

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